True love last forever

Eran las 12 en punto en el reloj, Manuel se apresuraba hasta el Restaurante la Fragata, definitivamente se le hacía tarde. Las 12 en punto era la hora exacta para almorzar, si se pasaba el tiempo sentía un vacío en el estomago insoportable, por eso corría de prisa, se había retrasado, no encontraba su reloj dorado de pulso que le marcaba el tiempo exacto para hacer sus cosas. Manuel, vestía siempre impecablemente de blanco, sus zapatos bien lustrados, sus uñas bien pintadas de esmalte transparente, del bolsillo de su chaqueta se desprendía su pañuelo de seda pura, de un color diferente para cada día, no usaba corbata, sentía que ese nudo lo ahogaba y podía morir ahorcado, por eso las detestaba. Todos los sábados asistía donde Clarita su manicurista a las 9 en punto, de ahí, se iba para la librería donde pasaba horas mirando las innumerables obras, para decidirse por una, y llevársela a casa, siempre era la misma rutina. Nada cambiaba.

Por fin, y de manera apresurada llegó al restaurante a las 12 y 10, sentía que ya se le había pasado el tiempo del almuerzo, eso hacía que estuviera de mal humor y sofocado. Llamó a Ambrosio para que le tomara el pedido, porque él, solo aceptaba que Doña Margarita lo atendiera. Su menú era casi el mismo todos los días, siempre alternaba entre pollo y pescado, detestaba las carnes rojas. Notó el mantel un poco arrugado, por eso, con mal humor decidió pasarse de mesa, le estorbaba sentarse en un lugar que no estuviera inmaculado, digno de él. El restaurante era pequeño, pero todo estaba bien puesto, unos cuantos cuadros colgaban de la pared de artistas famosos, Celia Cruz, Benny Moré, Silvio Rodriguez, lucían radiantes con sus atuendos de sus mejores épocas, al fondo, una bocina adornaba majestuosamente el lugar, la comida era exquisita, salvo, una que otra vez, que a Manuel le daba por decir que estaba asquerosa, y repugnante. Cada que entraba dirigía la mirada a su alrededor, analizaba uno por uno los comensales, para sentarse en el lugar mas apartado o por lo menos mas lejano, de aquellos que le representaban algún tipo de asco, pensaba que podrían infectarlo. El mundo estaba lleno de bacterias, todos los días aparecían más enfermedades y no quería ser contagiado, por eso, evitaba estar cerca de gente que no le inspiraban una asepsia absoluta.

Doña Margarita, la dueña del lugar lo atendía y se esmeraba, sabia que no solo era su principal cliente al que debía contemplar, sino, que ella sentía un interés especial por él, le parecía tan atractivo con ese cabello que ya pintaba varias canas, su vestido blanco, y siempre tan elegante. Esa loción que usaba y que la enloquecía por ese olor ámbar, roble, cedro y almizcle blanco. Cada que ella percibía ese olor, entraba en un transe que la embriagaba y le provocaba cualquier clase de sensaciones, sus ojos reflejaban destellos cada que él llegaba, por eso ella misma lo atendía, disimulaba el encanto que tenía por él, excusándose de que Manuel era muy exigente y no quería perderlo como cliente.

Cuando escuchó lo disgustado que estaba por el mantel mal planchado, inmediatamente salió a su encuentro.

––Don Manuel, como podemos resarcir semejante incomodidad que hoy le hemos causado?

––Doña Margarita, su restaurante cada vez está perdiendo el gusto que lo caracterizaba, ya he tenido varios incidentes en estos días.

––Tranquilo, don Manuel, yo me encargaré que estas cosas no vuelvan a pasar.

Corrió a ponerle los cubiertos que revisó minuciosa y microscópicamente, estos brillaban, se podía ver la cara en ellos, sin embargo, Manuel tomo su servilleta de tela y los limpio minuciosamente, inspeccionando uno, a uno, su limpieza.

––Cuénteme que quiere para hoy?

––Quiero Salmón con verduras calientes. Pero por favor Doña Margarita, preocúpese por que el Salmón este bien cocido, no quiero enfermarme, y las verduras que las laven bien, ya sabe que están llenas de bacterias y virus, por eso, solo vengo aquí, por que yo sé que usted se preocupa por mi, y mi estado de salud, ¡eso me gusta¡ y solo quiero que usted me atienda, ¡nadie más por favor!.

––Tranquilo Don Manuel, le sirvió una buena copa de Vino Blanco, el mismo que siempre tomaba, un Sibaris reserva, su vaso de agua con el cristal impecable y se apresuró a la co- cina para cerciorarse de que todo saldría como Don Manuel lo quería.

Pero ese día don Manuel estaba especialmente quisquilloso, tal vez, más que todos los días de su vida. Comenzó a degustar la copa de vino, sorbo a sorbo como quien no quiere que esta se llegase a terminar nunca. Miraba el cristal como si a través de él, quisiera descubrir su destino. Pensó en su vida, en lo solo que estaba y en lo irónico que era, que precisamente a esa soledad, le atribuía su vida como valiosa. Pero los años comenzaban a pesar y la soledad también, sentía que se estaba volviendo viejo, que el tiempo pasaba y se le escapaba entre las manos. Una tristeza profunda se apoderó de su alma, una angustia existencial se le colaba por los huesos, sintió pánico, sus piernas comenzaron a temblar, la visión se le tornaba borrosa, sudaba a pesar del frío que hacia fuera, sentía que se le acababa la respiración. Cuándo llegó doña Margarita, lo vio pálido a punto de desmayarse

––¿Que le pasa don Manuel, le cayó a usted, mal el vino? Pero él no le contestaba, solo le balbució que lo llevara a una clínica que se moría. Doña Margarita como pudo llamó a Ambrosio para que le ayudara, y entre los dos, lo levantaron, lo montaron al carro y se lo llevaron. En el camino Doña Margarita manejaba como loca, angustiada por la suerte de Manuel, solo se limitaba a decirle:

–– Respire don Manuel, ya casi llegamos, ¡aguante! ¡aguante por Dios! que la que se va a morir del susto soy yo. Usted no sabe cuánto lo quiero, usted es un hombre muy especial para mí, si se me muere yo me muero también.

Ante los alaridos de Doña Margarita, Manuel se empezó a aliviar y comenzó a salir de ese estado de pánico en el que andaba, su mente concentrada en todos los gritos y escándalos de aquella mujer, que vociferaba sin parar, hizo que poco a poco él fuera saliendo de ese estado de shock en el que andaba. Cuando llegaron a la Clínica, don Manuel ya se sentía mejor, pero doña Margarita, seguía gritando como loca.

––¡Se me muere don Manuel!, atiéndanlo por favor. Esto es una emergencia.

Urgencias se encontraba solo a unas pocas cuadras del restaurante, por lo tanto no tarda- ron en llegar, don Manuel, sin ayuda se bajó del carro, ayudó a doña Margarita quien parecía no darse cuenta que ya la enferma era ella, pues don Manuel se pavoneaba como un pavo Real.

––Doña Margarita ¡escúcheme! ya me siento bien, es mejor que regresemos porque me estoy muriendo del hambre.

Doña Margarita lo miraba aterrada, como si lo viera llegar del más allá y seguía en shock, tanto, que finalmente a la que tuvieron que atender fue a ella. El médico salió y los atendió de inmediato, era muy amigo suyo, pues también asistía con regularidad al restaurante.

––¿Que le pasa doña Margarita? ¿que tiene? ––Dr. Uribe, el enfermo es don Manuel.

––No. Yo ya estoy ya bien. Respondía él, sin el menor recato. La que está mal es ella, ¿no la ve Doctor?

El pobre Doctor que no sabía a quien atender, los calmó a ambos y, finalmente el que con- tó que era lo que pasaba fue Ambrosio, que miraba aterrado la escena como salida de un cuento de locos.

––Dr, estábamos en el Restaurante y de pronto don Manuel se sintió mal, y doña Margarita tomó su carro para traerlo hasta aquí, porque se nos moría.

––No digas bobadas Ambrosio, no ves que yo estoy bien. Doña Margarita le dijo:

––Dr. deme unas pastillas para los nervios, pensé que Manuel se me moría y justo en mi restaurante, ¿se imagina eso?

––Es mejor que se calmen los dos. Los voy a revisar a ambos, pues de todas maneras esos síntomas suyos don Manuel, hay que mirarlos.

––Mire Dr. Yo, lo único que tengo es hambre y me regreso a comer, porque sí, ¡voy a morir, pero de hambre! y se fue.

Tomó un taxi y se regresó al restaurante, los meseros lo miraban incrédulos. –– Don Manuel, ¿que fue lo que pasó, esta usted ya bien?.
––¿No me ven? estoy perfectamente
–– Y ¿doña Margarita?

––Ya deben venir en camino, por lo pronto tráigame mi salmón y mis verduras que voy a morir de hambre.

Estaba finalizando su comida, cuando llegó la pobre doña Margarita con Ambrosio. Estaba muerta de rabia. Don Manuel, apenas la vio llegar, la llamó,

––¡Doña Margarita!

––¡Aquí está usted viejo descarado y desconsiderado!, me pega semejante susto y me deja allá tirada, abrase visto semejante cosa.

––Perdone usted Doña Margarita, el susto que le cause, pero yo ya estaba bien. Sólo tenía hambre.

––Mire don Manuel, dejémonos de bobadas que ya estamos como grandes, como es que usted, me deja allá tirada y sale y se viene, ¿no le da vergüenza?, muy desconsiderado de su parte, con una persona que corrió para auxiliarlo. ¡Y por favor! si va a volver, que lo siga atendiendo Ambrosio, porque yo con usted no quiero nada; ¡usted es un viejo maniático compulsivo que nos va a enloquecer a todos!

Don Manuel ya había terminado su plato y sin musitar palabra pago y se fue.

Los días pasaron, y nada se sabía de don Manuel después del incidente de aquel día. A doña Margarita ya se le había pasado la rabia, pero desconocía por completo que don Manuel iba a comer a su restaurante solo por verla a ella, por eso, desde aquel día que tuvo su ataque de pánico, había quedado sumido en una depresión profunda.

Doña Margarita mandó a Ambrosio a preguntar por él a su casa. Allí nadie vivía, le contaron los vecinos que Don Manuel se encontraba recluido en una Clínica al cuidado de unas monjitas. Al parecer le volvió a dar otro ataque de pánico y al verse solo y sin tener a donde ir todos los días a las doce en punto a tomar su almuerzo, quedó sumergido en un mu- tismo con la mirada perdida en el horizonte. No recordaba nada ni a nadie.

Al enterarse doña Margarita lloró 3 días seguidos sus ojos. Sentía que por su culpa e incomprensión había dejado escapar a su ser amado. Por eso, fue a la clínica y como don Manuel no tenía familia, se apersono de todas sus cosas decidió llevarlo para su casa y cuidarlo hasta que algún día la vida se lo devolviera. Todos los días a las 12 le servía lo que ella sabía que el comía y le gustaba.

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